Cuando paseaba por la estación de Atocha, en Madrid, alguien me dijo que cerquita, ahí nomás, estaba el Museo Reina Sofía. Allí fui, a ver qué era. Un edificio moderno y muy espacioso, frente a una bonita plaza seca. Comencé a recorrer sus salas que mostraban una pareja muestra de obras muy modernas. En algunas pocas (muy pocas) prestaba atención, en otras, la mayoría, seguía de largo, ya que si no me "conmueven" a simple vista, no me detengo en ellas.
Al entrar a una gigantesca habitación, pobre de mí, ignorante al tope, me encontré con el Guernica que reinaba la sala, ¡yo no no tenía la más mínima idea de que estaba allí!
Creo que me puse pálida, mi corazón latió fuerte y me quedé sin aliento. Me deslicé por la pared hasta quedarme en cuclillas, mirándola fijamente, como atontada. No, no podía creerlo.
Tiene una impresionante belleza, y no la de las cosas "bonitas", sino la del sentimiento, la de la composición creada para impactar, concientizar, sacudir, llegar al espectador. El color que choca, el detalle que angustia.
Esta obra de estilo expresionista refuerza esos sentimientos con los planos quebrados y retorcidos, ángulos agudos. No hay modo de pintar bella la guerra...
Pablo Picasso sabía cómo expresarlo cuando quiso mostrar el gris de fondo de la guerra. Más allá del vibrante color de la sangre está la ausencia de la vida, todos inmersos en la monocromía del caos. Las escrituras que dictaminan y/o protestan - en el centro- están en el cuerpo del caballo, símbolo del máximo dolor, retorcido en escorzo hacia el espectador impotente para ayudar. A la izquierda España, asombrada, en la piel del toro que la representa, guarda bajo la bóveda de sus patas a la madre que grita al cielo, totalmente transfigurada de dolor, con su hijo inerte en los brazos, quebrado.
Todos son pedazos sueltos, como resulta en un bombardeo.
La luz de la lámpara, modernismo o teísmo o ambas cosas juntas, es el ojo que mira endurecido todo el espanto. Quien entra por la ventana llevando la llama de la libertad, entra en pedazos. Las víctimas se arrastran por el piso entre miembros amputados con el arma rota en la mano del guerrero vencido. Medio invisible, la flor que lleva junto al arma es el sueño de vida y paz que se desvanece. La persona que se quema en su casa, población indefensa, mira al cielo la muerte vertical, la de los bombarderos. Todo es un caos y esta es otra pintura que grita en cada detalle. Ensordece. Tuve que hacer un movimiento para acallar el ruido asesino de mi cabeza.
La belleza de la obra radica en la expresión de lo horrible, que impresiona en el afán de que no vuelva a suceder. Es un cuadro atemporal, de siempre, de ayer, de hoy, y los dioses quieran que de mañana no.
El cuadro es el más elaborado y pensado de Picasso, realizó 45 bocetos o estudios previos que fotografió y amplió, al objeto de componer el conjunto de una manera coherente y expresiva. Todos estos bocetos, que se exponen en un apartado contiguo, muestran la evolución del proyecto desde el primer dibujo, cambiado totalmente hasta llegar al último y definitivo, los miré uno por uno, muy detenidamente.
Cuando observamos una gran obra de arte no siempre tiene que gustarnos. Es el derecho de cada uno. Lo único que podemos hacer, cuando se presenta ese caso, es intentar ver en profundidad lo que se quiso expresar (si cabe) y por qué de este modo. Y así entonces puede ser que siga sin gustarnos, pero le adquirimos respeto o, en muchos casos, como a mí me sucedió, lo hacemos parte del alma al comprenderlo.
Mis respetos a semejante manifestación de arte puro.
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