sábado, 2 de marzo de 2019

Docentes que marcan II


Yo odiaba matemáticas en mi primer año de las escuelas de arte, del bachiller. Odiar matemáticas es como una moda adolescente que, si no la seguimos, somos sapos de otro pozo. Y terminas creyéndolo, porque así está establecido, era como un estigma que debíamos llevar todos los compañeros. Odiar matemáticas me hacía tener las notas bajas, no entender nada, comparándolo con chino avanzado.

Claro, no promediaba y me la llevé a examen. En ese odioso momento en el que rendía, sentada en una butaca, el profesor José Félix Carbone, formando parte de la mesa de examen y al que nunca había visto antes porque era nuevo en la escuela, se sentó a mi lado. Lo hacía con todos, sólo que recién en ese momento caí en la cuenta de eso, cuando lo ví ahí. Observó lo que estaba tratando de dilucidar en mi hoja y me dijo, con una calma inmensa: “¿Cuánto mide la suma de los ángulos de un triángulo?” Esa me la sabía y respondí. A eso siguió el profesor: “Muy bien, entonces, ¿este ángulo mide…? ¿Y éste? ¿Y por lo tanto, éste…?”

Lo definí tan rápido que ni yo me creí, me entusiasmé tremendamente. Fui razonando los problemas que se presentaban como si de golpe se les hubiera corrido una nebulosa. Estaba todo tan claro… Recuerdo haber salido de esa aula, pensativa, diciendo para mis adentros que, en el futuro, como ése profesor yo quería ser. Aprobé el examen, por supuesto.

A partir de ese entonces y hasta el fin de mis carreras, dejé de sentarme en el fondo dicharachero del aula para irme al primer banco, al lado del escritorio. No perdía palabra de la profesora o el profesor de la materia que me tocase y, en mi casa, demasiado cansada a la noche para estudiar, ponía el despertador a las cuatro de la mañana, tras lo cual me despertaba y me sentaba en la cama a hacer ecuaciones hasta las seis y media, hora de levantarme para ir a la escuela. Los logaritmos invadían febrilmente las hojas en ambas caras, inventaba más ecuaciones y las resolvía, como si estuviera jugando un juego de estrategia. Me divertía, me fascinaba, me desafiaba y me encantaba ganar. Comencé a amar la geometría, los dibujos de perspectivas y de teoremas eran casi obras de arte, aún me río de ese entusiasmo.

Cobró más sentido aún el recuerdo de Mary Poppins en mi niñez, quien afirmaba que si nuestro trabajo y nuestras responsabilidades las hacíamos con “un poquito de azúcar”, buscando el modo de convertirlo en un juego alegre, no nos pesaría y nos gustaría hacerlo, sea lo que fuere.

No me avergüenza decir que fui del grupo de los buenos promedios, con altas notas en matemáticas, año tras año. Aprendí con eso el valor de la didáctica de un buen profesor, la generosidad para acercarse y guiar al alumno, para iluminarle el raciocinio. Y sobre todo, para eliminar cuanto podía los tontos prejuicios que la sociedad nos impone, en este caso sobre “no me gustan las matemáticas”.

Fue una liberación.



Elizabeth Eichhorn

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