sábado, 2 de marzo de 2019

Viajes que cambian

Muchos viajes tuve la dicha de hacer, a varias partes del mundo. Pero el viaje más significativo fue aquél en el que me tocó, por primera vez, cruzar el gran charco sola, cuando antes había ido acompañada y a algunas pocas ciudades.

No había viajado sola casi nunca en mi vida, salvo algunos cortos trayectos en mi país. Sobrevolar el Atlántico para ir a un mundo distinto, de distintos idiomas, en donde no tenía a nadie conocido para tener de respaldo, salvo una amiga en Palma y otro en Milano, viajar sin contratar ningún tour, ni agencia de viajes, ni hoteles con anterioridad, ni nada por el estilo, ir tan sólo con mi bolsito de mano para aventurarme de país en país más de un mes era todo un desafío.

Llegué a Barcelona fascinada por su exótica idiosincrasia, fui en tren a Figueres, a la Fundació Gala-Dalí, crucé a Mallorca y recorrí la isla por completo, desde las pequeñas poblaciones hasta las coves… Volví al continente y aterricé en Madrid sin idea de en dónde me iba a alojar, y gracias a un taxista criterioso fui a parar a un albergue familiar en donde estuve maravillosamente, detrás del Congreso de Diputados.

Con el dinero escaso, mi turismo era caminar. Todo lo descubría de esa manera, de modo que los recuerdos de lo visto jamás pudieron borrarse. Obviamente, terminé en el Museo del Prado, estuve seis horas dentro de él, todo lo quería analizar y asimilar.



Fue entonces cuando llegó el deslumbramiento. Son muchas las pinturas (una reverencia a la maravillosa “Los fusilamientos del 3 de mayo” de Goya) y esculturas de belleza increíble que hay en ese bendito museo. Todas son una presencia que soñaba con ver desde que hojeaba los libros desde la niñez.

Pero fue cuando me enfrenté a Antinoo, obra romana de mármol del siglo II DC, que me paralicé. Vaya a saber qué es lo que en mi espíritu quería aflorar, qué fue lo que sacudió los cimientos de mi mente y mi corazón, produciéndome un estado de emoción e impacto. En el acto me dije, delirando para mis adentros, que “así quería trabajar yo”. Aún sigo en el intento.



En mi enorme pequeñez como escultora, esos volúmenes, esas líneas y esos espacios me estaban señalando hacia dónde podría buscar mi estilo.

En las muchas veces en que pude volver, ya con experiencia viajera, se convirtió en una suerte de rito al pisar suelo madrileño, que mi primera caminata ni bien llego cada vez, sea para ir a la Plaza Mayor y de allí al Museo a saludar, solamente, a esos dos portentos: a “Los Fusilamientos...” y a “Antinoo”, para retroalimentarme una vez más, y como gratitud por la guía que me abrió el camino para expresarme.

Elizabeth Eichhorn

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