Cuando unos amigos de mi ciudad me dijeron que no me perdiera de ir allí, lo tomé en cuenta a pesar de que durante toda mi vida, para mí, Portugal no era un destino que me atrajera mucho.
Por favor… ¡Qué país! Llegué a Lisboa para tomar, al día siguiente, un tren a Sintra desde la gigantesca estación ferroviaria, ruidosa y ordenada. Me hospedé en casa de un matrimonio joven que no hablaba español, sí inglés (y obviamente, portugués) y ella estaba embarazada. El muchacho me acompañó a pie, cuesta arriba, para indicarme qué dirección seguir para llegar hasta el Palacio de la Pena. Una vez recorrida esa belleza disfrutando de todos sus detalles, algunos muy curiosos, seguí camino por esas calles de cornisa, de piedras cubiertas con una gruesa alfombra de vegetación tupida y del aire más puro del planeta. Terminé hallándome en la cumbre del Castillo de Los Moros, con el vértigo paralizándome en un par de ocasiones, cosa que casi me curó de volverlo a sufrir en el futuro, como un bautismo de fuego.
Qué belleza… Desde esa cumbre de escalinatas de 70 cm de ancho y sin paredes de contención, contemplé el mar, el monte, la montaña, la historia, el misterio, el sentimiento visceral de lo conocido y de lo deslumbrante.
Luego de un día entero andando por el Circuito de la Pena completo y a pie, ya casi a medianoche y sin temores a nada, subí a una taberna para cenar delicias del lugar, rodeada de velas. Fue la soledad más acompañada de mi vida.
Puedo afirmar que Sintra es un lugar que me ha atrapado como para volver, casi virgen ella, enigmática y totalmente bella para todos los sentidos, llenándome de una felicidad que hoy, después de cuatro años, vuelvo a sentir por completo cada vez que la recuerdo.
Elizabeth Eichhorn
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