domingo, 4 de septiembre de 2022

La aventura de leer en la escuela

 Entre la mucha literatura que debíamos leer, siempre terminaba gustándome toda, vamos, que son libros seleccionados con el efecto de instruirnos, es muy difícil que no nos guste alguno.

Juana de Ibarbourou, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Federico García Lorca, Leopoldo Lugones, Gabriela Mistral, Shakespeare, Cervantes, Santillana en "La vaquera de la Finojosa", José Hernández… Era imposible no prenderse con pasión a todas las palabras y grabarlas en la memoria.

Una de las cosas que más me gustaron, y de la que guardo tan afectuoso recuerdo, era el Cantar del Mío Cid. Me gustaba tanto que también terminé por aprendérmelo de memoria. En serio, palabra por palabra, cantares enteros, esto lo escribo se un tirón:

Todos cabalgan a mula,
sólo Rodrigo a caballo;
todos visten oro y seda,
Rodrigo va bien armado.
Todos espadas ceñidas,
Rodrigo estoque dorado,
todos con sendas varicas,
Rodrigo lanza en la mano.
Todos guantes olorosos,
Rodrigo guante mallado,
todos sombreros muy ricos,
Rodrigo casco afilado,
y encima del casco lleva
un bonete colorado.

Desarrollé tal amor por el personaje, a la tierna edad de 16 años, que me decía a mí misma que "algún día" iría a ver su espada Tizona en vivo. Era algo tan inalcanzable como de aquí a Saturno, pero la idea estaba prendida en algún lugar de mi cerebro, como una garrapata.

Hace unos años, mi nuera española, conocedora de mi metejón con el Cid, me dijo que me llevaría, iríamos las dos solas y en su coche, a Burgos. Llegamos a una preciosa ciudad cortada por el río Arlanzón, que además de sus bellezas en donde mis ojos se posasen, todo me parecía estar cuchicheando sobre el famoso personaje. Visitamos un pequeño museo en donde se exhibía la famosa Tizona y, honestamente, dudo que sea la auténtica, deduje atrevidamente que era una espada muy pequeña para la mano y el brazo de un hombre y puedo decir —me fío mucho de mi instinto— que sería una espada muy parecida puesta ahí como un símbolo, para el turismo.

Luego fuimos a la Catedral y eso ya es otro hablar, las paredes gritaban los siglos, el claustro es impactante, las galerías son maravillosas, los libros medievales, hechos a mano, me arrancaron los ojos de asombro con sus minúsculos y perfectos detalles. ¡Qué maravilla!

Yendo a la nave central, admirando los bronces, los mármoles, las maderas talladas, algo llamó mi atención en el piso y, lo juro, lo que vi hizo que la sangre de mi cara bajase rápidamente a mis pies: ¡estaba junto a la tumba de don Rodrigo Díaz de Vivar! ¡Y junto a su doña Jimena! Se podía oír mi corazón en medio del silencio de la catedral, como un tambor.

Acaricié arrobada ese enorme mármol con sus letras de bronce, mientras pensaba en los insólitos caminos y afectos a los que nos puede llevar una simple tarea literaria que nos hacen leer en la escuela secundaria y que, por suerte, no desaproveché.

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