No tuve abuelos, murieron tres de ellos antes de que yo naciera y uno antes de que yo tuviera conciencia y recuerdo, era muy pequeña. Por lo tanto, mi abuelo postizo era don Félix de Ayesa, a quien yo le decía aitona, que es el vasco de abuelo.
Don Félix era historiador, investigador, poeta, escritor, hombre de letras y de la cultura. Un personaje de mi ciudad, ciudadano ilustre, Pluma de Oro de la Sociedad de Escritores, socialista de la primera hora, de la línea y amistad con don Teodoro Bronzini, en una época de glorias marplatenses de la historia de nuestra ciudad, en personajes encumbrados y dignos. Don Félix era un gran hacedor de decenas de importantes proyectos que se llevaron exitosamente a cabo y que hoy existen. Era un placer recibirlo en mi casa y encontrar la excusa para que hablase de cualquier cosa. Me bastaba hacerle una pregunta y ya me acomodaba ante la mesa, con los codos hincados para escucharlo durante dos horas contar que, de su inmensa biblioteca, "en el libro tal, del autor tal, capítulo tal, dice que…" y desarrollara con ricos y jugosos conceptos el tema preguntado. Prodigiosa memoria a su anciana edad, no había tema que no pudiera tocar con verdadero conocimiento.
Delgado como una fibra, rápido como una gacela, caminaba todo lo que debía para hacer sus diligencias, no usaba transportes. Era su cable a tierra y guay del que le pudiese seguir el paso, terminábamos agotados. Le gustaba bromear con la misma facilidad con que recitaba un fragmento de una poesía, propia o ajena. Siempre estaba escribiendo un nuevo libro, tenía unos cuantos publicados, ya que le apasionaba la historia y buceaba en amarillas cartografías antiguas para encontrar el derrotero de, por ejemplo, el Almirante Guillermo Brown hacia nuestras costas marplatenses.
El día que cumplió 80 años, la ciudad le homenajeó en pleno en un Teatro Colón abarrotado de gente. Nos contaban sus hijos que, días atrás, paseando por los pasillos de una clínica vio pasar a un hombre en silla de ruedas, sujeto a su bolsa de suero, muy vencido. Don Félix exclamó, sin pensarlo mucho: "Ay, que cuando yo sea viejito no me toque estar como ese señor", causando la sonrisa de su familia, que le decía que ya era viejito. Así de bien y de joven se sentía mi aitona.
La última vez que lo ví fue en su casa, me senté junto a él y le dije que lo quería mucho. Le encantaba que lo mimaran, y en esa conversación, me dijo: "El secreto de mi juventud es que en las comidas como muy poco, siempre busco quedarme con hambre. Además, me rodeo de gente joven todos los días. Y, por último, a diario me leo la prensa de cabo a rabo".
"¿Las recetas de cocina también?", le pregunté, bromista. "Las recetas de cocina, también. Leo todo".
El domingo de Pascua siguiente, a la semana de mi visita, se vistió con su traje dominguero para ir a la fiesta que ofrecía, por tal fecha, el Centro Vasco Denak Bat, del cual fue co-fundador, cincuenta años atrás. Comenzó a sentirse descompuesto y escribió, con su prolija letra caligráfica en un papel que dejó en su mesita de escritorio: "10:30 horas, no me siento bien".
Se recostó en su cama así vestido para descansar esperando que se le pase el malestar, y así, como en un sueño, don Félix se fue para no volver. Sobre su mesa estaba la máquina de escribir, con una hoja en su carro, del libro que había estado escribiendo hasta el día anterior. Tenía 93 jóvenes años.
No hay elixires mágicos, ni tratamientos tecnológicos que realmente nos den la eterna juventud. No importa cuánto nos toque vivir, es un hecho que la única fuente de la juventud eterna es una vida disciplinada, una mente curiosa y activa, una actividad física natural y diaria, y una relación con personas que te suman, te aportan y te alegran, para retroalimentarte con ellas.
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