Cuenta la leyenda que existió, en el lejano Egipto, un ave maravillosa, mezcla de águila con ave de paraíso o faisán exótico, de tamaño regular, con un bello y elegante copete de dos o tres plumas erguidas sobre su cabeza. Vivía una intensa vida y, cuando ésta se dilataba demasiado, se consumía en el fuego de su propia pasión aventurera y quedaba reducido a cenizas.
Vivía en el jardín del Edén, en donde todo era perfecto para él, y en donde su nido, adornado de rosas, hablaba de su belleza interior, además de la exterior. El Ave Fénix podía viajar a donde quisiera de los confines del Universo, pero sólo aceptaba posarse en su propio árbol perfumado para contemplarlo.
Según también cuenta la leyenda, cuando los míticos Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, una chispa de la justicia del Arcángel custodio cayó accidentalmente sobre su nido, incendiándose éste con su magnífico habitante. Ese fue el nacimiento del Ave Fénix que, por primera vez, comenzó a renacer de sus propias cenizas, transformado con su plumaje rojo escarlata con matices de anaranjado, tal como si él mismo fuera de fuego. Desde ese entonces, el Ave vive una intensa vida una y otra vez, para ir consumiéndose cada siete años y volver a nacer, a vivir otros siete años más renovándose el ciclo, preparando su nido con maderas y resinas aromáticas, esperando su nuevo fin, mientras canta con arpegios únicos. Más o menos similares son las historias según las distintas culturas, aunque entre todas hay muchos nexos en común.
Este precioso ave es la alegoría de la transfiguración de la naturaleza inferior de los seres humanos hacia una nueva forma superior. Es el paso natural de la vida naciente, la muerte, la resurrección hacia una nueva vida mejor que la anterior, representando con ello la inmortalidad del alma. Es la esperanza que renace una y otra vez hasta el infinito, porque la esperanza nunca debe morir.
Y aunque egipcios, griegos, cristianos, chinos, árabes y nativos americanos cuenten la historia con ribetes y nombres diferentes, el Ave Fénix es la presencia universal de la victoria de la fortaleza sobre la flaqueza, la vida sobre la muerte, a la renovación constante del Cosmos y el anhelo por una vida mejor, aunque de la anterior sólo hayan quedado cenizas.
El ser humano, a medida que evoluciona, va ascendiendo sus peldaños del conocimiento, va fortaleciendo su conciencia sobre su naturaleza dual, espíritu y materia, y va avanzando mientras deja, camino atrás, las turbulencias pesadas y obstaculizantes de su vida, porque de tanto nacer y renacer purificado por el fuego se va limpiando y aligerando de lo fatuo y lo oscuro. Las personas saben que las etapas se suceden y saben que todos se pierden en mil sucesos y vicisitudes que los debilitan por lo que, pacientes y esperanzados, preparan su nido de aromas y rosas para esperar la llegada de esa nueva muerte simbólica -el fin de una etapa-que le augura un renacer en otra nueva y luminosa etapa de su vida. Eso sí: sin posarse en otro árbol que no sea el suyo, que cada vez está más alto y fuerte, contemplando un Universo cambiante que sólo les toca para ayudarles a evolucionar sin dejar de ser siempre ellos mismos.
En suma, vivir con intensidad cada etapa, mantener nuestra individualidad como seres humanos y cada vez más liberados de cosas fatuas, porque los incendios interiores y los renaceres de todos nosotros nos enseñan a valorar lo que realmente tiene valor en la vida.
Elizabeth Eichhorn
No hay comentarios:
Publicar un comentario