Fue hace dos años, estaba trabajando en la ciudad de Lobería, a unos doscientos kilómetros de mi casa. Era el momento de la restauración de una importante escultura ecuestre de tamaño un poco más grande del natural, el Monumento al Gaucho, realizado por el escultor Hidelberg Ferrino, obra que después de 30 años, entre la intemperie y el vandalismo que siempre sobra aquí, en mi país, se había deteriorado demasiado.
Sobre un andamio de ocho metros de altura, de dos pisos, me puse a trabajar día a día, trepando como un mono feliz, contando con la ayuda de un joven peón que me alcanzaba las cosas desde el suelo. Era otoño avanzado y para el frío de esa zona, yo estaba bien abrigada.
Soplaba tan fuerte el temporal de viento y llovizna esa mañana, que cuando intentaron poner la lona sobre el alto andamio para protegerme, se sacudieron violentamente todos los caños y tablones. Más ataban la lona, más se inflaba como un globo y más violentas eran las sacudidas, provocando vértigo en mi estómago y la caída de algunas herramientas. Tuve que pedir que la sacaran, gritándoles -apenas nos oíamos- que iba a "terminar yéndome por los aires como Mary Poppins, con andamio incluido."
Cuando terminé de trabajar, esa tarde, volví al hotel a descansar de una intensa jornada. Encendí el televisor con la idea de relajarme y distraerme para juntar fuerzas para darme una buena ducha y, por esas tremendas casualidades de la vida... ¿qué estaban pasando en el canal TCM? Justamente, la película Mary Poppins.
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