Una obra prácticamente no se termina nunca. Te sorprenderías saber que cuando van pasando los años —y a veces sólo meses— de "terminar" una obra, al volverla a ver ya te estás diciendo para tus adentros que, de hacerla de nuevo, corregirías tal o cual detalle o, en todo caso, la desmarcarías para retocarla o, en caso de una escultura, le cortarías un brazo para ponérselo de otra manera. En realidad, esas dos cosas las hice más de una vez.
Cuando la estás creando, llegas a un
punto en el que tenés miedo de meter la pata si le hacés algo
más. Ahí la das por terminada.
Hay una técnica que uso siempre y que me
da buenos resultados: nunca doy por finalizada una obra cuando digo "ya
está". Si es una escultura, la doy por terminada pero la tapo con sus
plásticos para que no se seque y espero un par de días. Si es un cuadro, un
dibujo, una acuarela, cierro la puerta de mi taller de dibujo y no la miro más
hasta el otro día.
No falla. Ni bien abro la puerta y me
enfrento al dibujo en su caballete, mi mente me dice "ah, ya sé qué
necesita". Le doy el toquecito que faltaba y listo, ya está de verdad.
Eso se llama madurar la obra.
Nunca te apures, que el tiempo te refresca la mirada y te hace mejor juez.
"Niña de Monterrey", acuarela, Elizabeth Eichhorn, colección privada en México.
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