Cuando visitamos una exposición, un Museo, una arquitectura, un sitio con una obra de arte, muchas son las reacciones que un ser humano puede tener ante esta situación. Nos conmovemos para bien o para mal, nos admiramos o nos volvemos indiferentes, nos gusta o no, nos “llega” o no, la apreciamos o no.
¿Por qué sucede esto? Ante todo, es sabido que no hay un ser humano igual al otro. Y, también, por esa definición, no hay un artista creador igual al otro. Cada uno posee esa impronta que deja en su creación personal, distinguiéndola de las demás. Lo mismo sucede con el espectador, que se inclina más hacia una visión que hacia la otra. El campo de las reacciones es infinito.
Ante todo esto, muchos son los debates que se realizan buscando delimitar la línea delgada y flexible del arte. ¿Cuándo deja de ser una simple expresión plástica para ser verdaderamente Arte, el que trasciende, el que sacude, el que nos llevamos en el recuerdo en nuestras retinas, el que nos “deja algo”?
¿Cuándo la elaboración de una expresión plástica se convierte en artesanía sin lograr más que acercarse, unas más y otras menos a los cánones del Arte? ¿En qué momento se puede galardonar, como triunfadora en la meta, para ser llamada Arte?
Lo artístico es TODA manifestación plástica, eso está claro. ¿Pero, aún así, cuándo es Arte, con mayúsculas? Es verdad, todo esto es muy subjetivo pero, hay un postulado, como en las matemáticas, que rige en las expresiones plásticas ayudando a definir de qué lado de la barrera se encuentra.
El Arte es una expresión humana que combina, invariablemente, un conjunto armónico, una carga emocional y una conexión espiritual. No importa cuál de los tres se pretenda omitir, uno solo que falte y ya deja de ser Arte.
Sin armonía, la obra no muestra conocimiento. Sin ella, no se puede crear, en el verdadero concepto de creación: hacer algo que no existe. Para llegar a esa armonía hay que estudiar y conocer los principios básicos que hacen a esa armonía. Composición, equilibrios, plasticidad de líneas, uso de técnicas adecuadas a lo que se quiere expresar, conocimientos de estructuras, combinaciones de efectos… Conocer las fuentes para así usarlas de base para saltar como en un trampolín al infinito.
Sin emoción, no hay comunicación. Sin ella, tampoco se puede crear. Y la obra que no comunica es sólo algo que puede llegar a ser muy bonito para colgar en nuestras paredes u ocupar un sitio tridimensional. No comunico, no digo nada. No importa si es bueno o malo lo que comunico: la comunicación existe y es válida de cualquier forma. No importa si la obra es “bonita” o no, el objetivo es conmover y permitir que el espectador termine de “construir” la obra con su propia interpretación sobre ella. Es que el Arte es emoción, y cuando no conmueve es porque, en algún punto entre la obra y los ojos del espectador ese objetivo se perdió.
Sin espíritu, no tiene trascendencia. Sin ella, la creación queda vacía. Bien decía Piet Mondrian, “el artista es un canal”. Si se tiene una conexión con “alguien” o “algo” más, puede que la obra irradie una cierta y aparentemente inexplicable vibración que nos muestra que, por alguna razón, el espectador deja pasar la obra perfecta y fría para quedarse con otra un poco más imperfecta, pero que le transmite una sensación curiosa que le atrae como un imán.
Podrán los eruditos de la Tierra objetar, modificar o agregar algo a todo esto, pero en el trasfondo no podrán evitar que el paso del tiempo nos muestre esta simple conjunción como el postulado del Arte que es.
El resultado de todo esto, sumado a la búsqueda de la expresión, del propio interior y de la lucha en contra de la adversidad, cada uno a su manera, es el privilegio que el Arte le regala al artista, llevándole a perseguir otro arte más difícil: la defensa del derecho a ser.
Elizabeth Eichhorn
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