Sucedió en una clase de dibujo, la experiencia fue magnífica y también en el fondo fue… inquietante para los demás. Yo había estado una hora explicando las estructuras anatómicas en el pizarrón, y luego de desmenuzar los detalles, los ritmos, las proporciones, elementos para crear croquis en uno o dos minutos, decidí llevarlo a la práctica poniendo inmediatamente un modelo vivo para dibujar.
Así fue cuando fui a buscar a mi viejo perro Menphi, ovejero alemán, más alto que la media de la raza, con sus 71 cm a la cruz, corpulento e impactante con su cara de oso serio. Era extremadamente bello y así como de bello, de pocas pulgas. Su carácter difícil me obligaba a guardarlo en un cuarto cómodo y luminoso, en donde pasaba las dos horas de la clase tranquilo y con música suave, junto a su compañera de la misma raza, para evitar conflictos que pudiesen surgir ante gente extraña que entraba a la casa.
Menphi, obediente como sólo él podía serlo, subió a la tarima del modelo y se sentó. Recuerdo que se podía cortar el aire con un pelo de su bigote, porque el alumnado —todos adultos— contuvo la respiración. Vanidoso como Johnny Bravo y concienzudo de su deber de ser la estrella del momento, se quedó muy quieto mirando uno a uno, a los alumnos sentados en semi rueda frente a él. A uno por uno, sin saltarse ninguno, fue mirando lentamente a la cara, y cuando terminaba la fila volvía a empezar. Fue memorable.
Sé que era un riesgo, y lo asumí porque estaba consciente y segura de mi confianza en la lealtad del perro, aunque eso no evitó que los lápices volaran, no sólo por el entusiasmo por el tema sino por la tensión: o dibujaban o el monstruo se los comía.
Pasaron 22 años y aún, en nuestras charlas de hoy, nos reímos con los ex alumnos que cuentan que nunca dibujaron tan rápido y tan bien y sudando la gota gorda. Eso sí, de las estructuras, los ritmos y las proporciones, no se olvidaron nunca jamás.
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